Tengo dieciocho y ninguna duda.
He llegado, sin sentir la necesidad de leer, de ver exposiciones, de ir al cine,
a conciertos o al teatro, sin tener que enterarme de lo que pasa en el mundo ni
tener que mostrar la más mínima empatía —por decir solo algunas cosas que
algunos se empeñan en considerar esenciales—, a tener absolutamente claro quién
soy y quienes sois, de dónde vengo y a dónde voy. No he tenido que hacer ningún
esfuerzo para conquistar la plenitud, el más alto grado de madurez: la mayoría
de edad. No he tenido que recurrir a las drogas ni al alcohol para alcanzar el excelso
y perpetuo nivel en el que me encuentro, me ha bastado con hacer creer a mis
padres que soy un ser especial —tan sumamente especial, tan distinto a los
demás—, para que su híper protección me colocase en tal lugar. He tenido lo que
he querido y cuando lo he querido. Basta que haga un gesto para que cualquier
capricho que se me antoje sea satisfecho, sin ningún cuestionamiento, por unos
padres totalmente entregados, temerosos y complacientes, que harán y dirán cualquier
cosa para justificar lo injustificable, para justificarme y para —lo que es más
importante— justificarse. Aquí tengo que hacer un paréntesis para reconocerles
que han hecho un buen trabajo; tengo que reconocer que si soy como soy se lo
debo, en gran parte, a ellos. Nunca he sentido el más mínimo remordimiento y tampoco
he sucumbido a los encantos del sexo, tengo banda ancha y soy autosuficiente,
lo que implica que puedo renunciar, perfectamente, a relacionarme con la gente.
No me complico ni me comprometo ni me rebelo: aún no han inventado la causa a
la que merezca la pena sacrificar mis esfuerzos. No busco respuestas porque no
me hago preguntas. No hablo porque no me da la gana, porque no tengo nada que
decir, porque no me interesa… Hablo un idioma distinto al vuestro, que solo
comparto con los tres o cuatro bichos raros —así nos gusta considerarnos— con
los que me conecto. No me siento identificado con nadie, por eso, he creado un
mundo a mi medida: mi mundo. Soy único, un sabio, lo tengo todo claro. Puedo
permitirme, llegado el caso, el lujo de ser violento. He llegado a donde tenía
que llegar, he aprendido todo lo que tenía que aprender, he amado todo lo que
tenía que amar y me he pasado las cincuenta y cinco pantallas del último juego
que me regalaste: soy un crack. ¿Qué más se puede pedir? Lo único, que me
sigáis manteniendo en mi burbuja de cristal.
Tengo cuarenta y ocho y bastantes más
dudas que deudas —que ya es decir—. Para entender de qué coño va esto he bebido
de todas las fuentes imaginables: leo, pinto, escribo, escucho música, voy al
cine, a manifestaciones, hablo con amigos… y aún así solo puedo presumir de
tener un par de cosas claras, las demás, se me escapan. La madurez se alcanza a
golpe de fracasos, de decepciones, de errores, de hostias que te dan, de
traiciones; pero también, a golpes de alegría, de empatía, de cultura, compromiso
y utopías. Sospecho que la vida aún me reserva unas cuantas raciones de todo
esto, por eso —y a pesar de las canas y del cachondeo que algunos se van a
traer con esto—, me sigo considerando un joven inexperto. Fumo, sí, aún fumo
—ya me podéis señalar con el dedo— y de vez en cuando bebo, porque me gusta, de
tanto en tanto, decir las cosas que ponen tan nerviosos a los partidarios de lo
políticamente correcto. No me considero especial, me siento, si acaso,
orgulloso de ser uno más. Me permito caprichos, pero soy consciente de que hay
mucha gente, la mayoría, que no puede disfrutar de lo esencial; y pinto, hablo,
escribo… para cambiar la puta realidad. Yo también quiero hacer un paréntesis,
para agradecer a mis padres que me inculcasen el amor —entre otras cosas— por
la lectura, el cine, el arte y la justicia. También confieso que me gusta el
sexo —ser autosuficiente en este aspecto no me hace ver las demás opciones como
excluyentes—, que me esmero y que hago lo posible para que los enemigos de la
vida no consigan salirse con la suya e inculquen a la gente su castradora
visión de algo que me parece uno de los mejores vehículos para desarrollar,
expresar y compartir, una de las cosas que considero esencial: la humanidad. Tengo móvil, televisión y banda ancha, pero no
cambio estas cosas por la sonrisa de una mirada, por el placer de una discusión
acalorada o por disfrutar de la aventura que supone conocer a una persona. Necesito
a la gente, qué le vamos a hacer. Complicarse la vida es mi apellido, y me
comprometo y me rebelo, y no alcanzo a cubrir, ni siquiera mínimamente, la
infinidad de frentes que tengo abiertos, la cantidad de causas que merecen la
pena. Hablo por los codos, lo reconozco, pero es la forma que uno tiene de
hacerse preguntas, de encontrar respuestas y de tratar de compartir con los
demás lo que uno haya podido averiguar; y trato —aunque muchos no lo crean— de
moderarme, de dejar hablar a los demás, de escuchar, porque sé que si no lo
hago, acabaré quedándome tal cual. Me gusta hacer amigos y considero —como tú—
que este no es mi mundo, pero hago, como muchos otros —algunos tan jóvenes como
tú—, todo lo posible para cambiarlo. Sigo leyendo, sigo estudiando y solo
concibo la violencia si es el único recurso, la única salida, que te dejan
quienes la ejercen impunemente. Tengo cuarenta y ocho años y no he hecho más
que empezar. Y admito que soy un negado, que he sido incapaz de pasarme la primera
pantalla, de no sé qué juego, de esa consola infernal.
—Papá ¿para qué es ese martillo?
—Para romper la puta burbuja de
cristal.
© Rafa Chevira
Precioso regalo, gracias. Carmen
ResponderEliminarGracias a ti por leerlo y comentarlo.
EliminarToda una declaración de principios que comparto indiscriminadamente. ¡¡Un abrazo, hermano!!
ResponderEliminarGracias. Cosas con las que uno se come la cabeza. Las migajas que me dejan los que ya están saciados, esas que nadie quiere. Son las sobras del festín de los que no se atreven.
EliminarEs curioso, de todas las entradas que llevo publicadas, esta es la que ha gustado a más gente y, sin embargo, solo dos habéis tenido algo que decir.
No me olvido de lo tuyo. Las escucharé y te diré. Besos