Lo que es una estafa —le oyó decir, dijo, su amigo a ese señor que no conocía— es la democracia, esa presunta democracia de la que dicen que disfrutamos y que está muy lejos de ser real. Esa presunta democracia que defiende los intereses del capital y no los de sus ciudadanos, esa presunta democracia que nos quieren vender —y que tantos sacrificios contados en personas ha costado y cuesta (véase suicidios por desahucios) — en la que nuestros presuntos representantes presuntamente trabajan para los presuntos hijos de la gran puta a los que presuntamente les interesa el bienestar de la gente que presuntamente explotan. Esa es la estafa.
Siempre, en cualquier caso —parece ser que le oyó decir al otro—, será mejor eso que una dictadura. Lo que diferencia una dictadura de esa presunta democracia —dice que le oyó responder al primero— es que la primera llega a ser por la fuerza e impone por esa misma fuerza lo que los ciudadanos han de acatar, arrebatándoles todo poder de elección y decisión, arrebatándoles hasta el derecho de protestar, arrebatándoles la libertad; y la segunda, la presunta democracia, consigue los mismos resultados no por la fuerza, como la primera, sino con nuestro beneplácito. Esa es la trampa de su presunta democracia. Eso es demagogia —espetó el presunto demócrata—. Claro —respondió el primero—, es tan demagógico como lo son los resultados: los recortes, las subidas de impuestos, el desmantelamiento de la educación y la sanidad pública, los desahucios… Ya, entonces según tú que es lo que habría que hacer —dijo el presunto demócrata—. Rebelarse —dicen que respondió el presunto demagogo.
Y eso fue todo; eso es lo que me pareció escuchar, lo que presuntamente escuché.
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