lunes, 29 de octubre de 2012

Presuntamente

    
     Este fin de semana ha ocurrido algo que debo compartir. Estaba con mi pareja en un restaurante y en la mesa que estaba justo detrás de mí, había dos personas cenando y charlando, dos hombres de unos treinta o treinta y cinco años (me dijo después mi pareja) a los que en ningún momento pude ver pero sí pude oír. No presté mucha atención a lo que decían hasta que uno de ellos comenzó a contarle al otro algo a lo que mi enfermiza curiosidad no pudo resistirse. Y fue lo siguiente:
    
     Un amigo —dijo— me  ha dicho que el otro día escuchó a una persona que no conocía contarle a otra —que tampoco conocía— que había escuchado en no sé dónde a dos personas hablando y que le llamó la atención lo que una de ellas decía. Parece ser que esta persona le dijo a su contertulio que lo que era una estafa no era la crisis, porque esta, como todas, no es más que el producto de la avaricia de un sistema —el capitalista— cuyo única razón de ser es el beneficio económico. Y que al ser la avaricia lo que define a dicho sistema, sus consecuencias no pueden sorprendernos. No podemos llamarlo estafa, no podemos sentirnos estafados cuando las reglas  que el capital impone para su supervivencia y que los sicarios de la injusticia —democráticamente elegidos con dichas reglas— transcriben mansamente al pie de la letra, se vuelven contra nosotros, cuando hemos sido nosotros los que hemos acatado, bendecido y defendido hasta rozar el ridículo, un sistema que lleva inscrita la inhumanidad en su código genético.
     
     Lo que es una estafa —le oyó decir, dijo, su amigo a ese señor que no conocía— es la democracia, esa presunta democracia de la que dicen que disfrutamos y que está muy lejos de ser real. Esa presunta democracia que defiende los intereses del capital y no los de sus ciudadanos, esa presunta democracia que nos quieren vender —y que tantos sacrificios contados en personas ha costado y cuesta (véase suicidios por desahucios) — en la que nuestros presuntos representantes presuntamente trabajan para los presuntos hijos de la gran puta a los que presuntamente les interesa el bienestar de la gente que presuntamente explotan. Esa es la estafa.
      
     Siempre, en cualquier caso —parece ser que le oyó decir al otro—, será mejor eso que una dictadura. Lo que diferencia una dictadura de  esa presunta democracia —dice que le oyó responder al primero— es que la primera llega a ser por la fuerza e impone por esa misma fuerza lo que los ciudadanos han de acatar, arrebatándoles todo poder de elección y decisión, arrebatándoles hasta el derecho de protestar, arrebatándoles la libertad; y la segunda, la presunta democracia, consigue los mismos resultados no por la fuerza, como la primera, sino con nuestro beneplácito. Esa es la trampa de su presunta democracia. Eso es demagogia —espetó el presunto demócrata—. Claro —respondió el primero—, es tan demagógico como lo son los resultados: los recortes, las subidas de impuestos, el desmantelamiento de la educación y la sanidad pública, los desahucios… Ya, entonces según tú que es lo que habría que hacer —dijo el presunto demócrata—. Rebelarse —dicen que respondió el presunto demagogo.
     
     Y eso fue todo; eso es lo que me pareció escuchar, lo que presuntamente escuché.

© Rafa Chevira

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